La familia que vive en un enorme avión “fantasma”

Los habitantes contaron que nadie sabe a ciencia cierta cómo llegaron los aeroplanos allí.

La nariz de un Boeing 747 asoma por encima de la valla de un descampado que se encuentra en un suburbio de Bangkok, Tailandia, y en el que tres aviones en desguace sirven de hogar improvisado a una familia.

Leg, en la cuarentena, es el encargado de vigilar el solar y recibir a los exploradores urbanos que se aventuran a visitar los fuselajes de las naves, atraídos por su aspecto fantasmagórico.

El pago por el visita es de 200 bahts (unos $6 dólares), que sirven de ingreso para las seis personas de escasos recursos que viven allí.

Hasta hace cuatro años, el solar albergaba a un restaurante que por su falta de éxito se vio obligado a cerrar su puertas a los dos meses de la apertura.

El plazo fue aprovechado por los dueños de los aviones para decidir aparcar por tiempo indefinido las colosales estructuras, y dejarlas al cuidado de Riem, una tailandesa de 56 años que es la cabeza de la familia asentada en el lugar.

De cómo llegaron los aviones al descampado no se sabe nada a ciencia cierta.

Consultada por EFE, la oficina municipal del distrito de Bang Kapi, donde se encuentra el solar, no tiene una respuesta precisa: "No sabemos como llegaron los aviones porque es una propiedad privada", dijo un portavoz de ese distrito.

"Si el dueño paga sus impuestos, no tenemos nada que decir", agregó, antes de revelar que la propietaria del terreno es de la compañía Sahatap.

Contactada por teléfono, una empleada de Sahatap declaró que "la persona que conoce el asunto no se encuentra en la oficina".

Riem se limita a confesar en último término que fue designada para ser la cancerbera de los aeroplanos a cambio de 7,000 bahts (poco más de $223) al mes, dinero que en su mayoría destina para el tratamiento de su hija menor, enferma de cáncer.

A esa fuente de ingresos se suma el dinero que recibe de los curiosos que deciden visitar el pintoresco sitio, aparte de la ayuda que de forma eventual le proporcionan los monjes budistas, aunque ella es musulmana.

La tristeza e indignación se apoderan de la también abuela cuando habla del pequeño Pit, su nieto de 8 años, a quien otra de sus hijas le dejó a su cuidado.

"No sé qué va a ser de él, no puede ir al colegio porque no tiene un domicilio establecido ni unos tutores legales. Su madre lo abandonó por irse con un hombre", se lamenta Riem.

El niño escucha atento pero las confesiones de su abuela no le quitan la alegría con que recibe a los turistas, a los que en un inglés chapurreado invita a adentrarse en las sucias y destartaladas cabinas de las aeronaves, que en algún momento pasaron de ser de primera clase a escondite de drogadictos.

La puerta de la bodega por la que metían la maletas se abre ahora de par en par para recibir a los visitantes que entre telarañas escalan empinados peldaños que dan acceso a la cabina principal.

En la actualidad, se trata de un espacio lleno de grafitis, ventanas rotas y mascarillas de oxígeno tiradas por el suelo, que crean un ambiente similar al de una película de terror, un lugar perfecto para el que decida tomar unas instantáneas fotográficas y colgarlas luego en las redes sociales.

Lo que para unos es solo una divertida aventura de fin de semana para la familia de Riem representa una fuente de riqueza que les ayuda a sobrevivir en la vorágine de asfalto de la capital tailandesa.

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