Desiré Fe: la iniciación sexual y la fuga

Parafraseando la definición de realismo sucio, un hacedor de videos musicales, que era mencionado en un pasaje de “Te di la vida entera”, me dijo que Zoé Valdés hacía “erotismo sucio”. Le respondí que el erotismo tenía muchos caminos y ninguno era sucio. Podía ser perverso, amelcochado, duro, corrosivo, romántico, cursi, intelectualizado, poético, cruel, pero nunca sucio. Y es que no hay nada más vital y generoso que un buen intercambio de fluidos, en ese acto salvaje, despiadado y liberador que los animales racionales llamamos tener sexo. Sexo puro, porque hacer el amor es algo que tiene otras implicaciones que van más allá del deseo y de la ebullición hormonal, implicando emociones, sentimientos y, sobre todo, admiración.

Gracias a los dioses de la literatura, hace muchos años que el marqués de Sade nos dio una aleccionadora bofetada con sus verdades, para que dejáramos de ser hipócritas, y de paso inventar el sadismo, esa crueldad refinada que tanto placer ha diseminado por las alcobas de todo el mundo. Lezama conocía muy bien esas verdades cuando nos regaló toda una lección de erotismo barroco en el capítulo 8 de su alabada novela Paradiso. También las conocía Carlos Montenegro al contarnos la crudeza de sus “Hombres sin mujer”. Y Virgilio Piñera al regalarnos “La carne de René”.

Aunque los tres grandes novelistas cubanos están entre los afectos literarios de Zoé Valdés, la exitosa autora escogió un camino del erotismo muy distinto, para contarnos la historia de Desiré Fé, la protagonista de su novela “La salvaje inocencia”: el de la iniciación sexual de una adolescente que busca quien rompa su himen, ese repliegue membranoso que se resiste a abandonarla por culpa de un novio que la quiere virgen para la noche de bodas, para darle a su cuerpo, a su espíritu y a su sexualidad la libertad que un estado totalitario le quita como ser social.

Desiré Fe me convierte, como lector, en cómplice de su entrega amorosa, de su flirteo rudo, de su excitación erótica sensible, de su lenguaje habanero sin ambages, pero sin aspavientos. Me lleva a descubrir en ella esa maldad de putica buena de las adolescentes habaneras de los años duros del estalinismo caribeño, en el que oír música extranjera y llevar el pelo largo era motivo suficiente para ir a la cárcel. Y al mismo tiempo logra, como hacen los buenos personajes, remover, en el fondo de la memoria emotiva, el polvo que oculta los recuerdos más intensos, dolorosos o felices, para que aflore uno de mis personajes literarios favoritos, la Lolita perversa e incitadora de Nabokov, que no tiene la bondad de corazón de Desiré Fe, pero que tanto se le parece.

“La salvaje inocencia” me lleva también, con su andar por el tiempo y las calles habaneras, donde la sexualidad era la única y honesta revolución que se vivía en la isla, a la empatía con “Las partículas elementales” de Michel Houellebecq, que también nos descubre, magistralmente, la iniciación sexual del adolescente que se convierte, a través del desamor, en un adulto derrotado por la vida. Y que me impulsa a imaginar qué hay más allá del fin de “La inocencia salvaje”. A imaginar en qué se convertirá Desiré Fe, lejos de la isla-prisión, pero cerca del doloroso desarraigo del exilio, cuando deje de ser la hermosa chiquilla que perdió su virginidad al alcanzar un gran orgasmo, mientras le hacían sexo oral en el interior de una iglesia desolada. Allí no hubo penetración, pero cuando le salió “un líquido viscoso que empapa mis muslos”, la salvaje inocencia cayó como castillo de naipes.

Disfrutar la escena erótica entre Desiré y Otto en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en la playa de Guanabo es uno de los actos más eróticos que he vivido y bebido en cualquier literatura. Una incitación a sentirme Otto. Una incitación que sospecho llevará a muchas lectoras a sentirse Desiré. La joven seducida por la impetuosa vulgaridad de un hombre mayor que ella, que la hace perder la cabeza y ponerse a mil. “¡Dios mío voy a enloquecer!”, dice Desiré, al sentir que “su lengua se agita primero lentamente y después frenética en mi clítoris”.

El erotismo de “La salvaje inocencia” es, para decirlo a la manera de Lezama, “erotismo por compresión, como un osezno que aprieta a un castaño”. Y por eso habrá mojigatos en todas las latitudes, como el hacedor de videos, que pensará que es “erotismo sucio” o pornografía simple. Pero tal y como lo dice la edición en español de la novela, Desiré es culpable de muchas cosas, pero es una “inocente pornógrafa”. Por eso, al leer uno de los pasajes más hermosos, en los que Desiré siente dentro de sí la “tranca” de Otto por primera vez, la memoria me lleva nuevamente a Lezama, y no puedo evitar recordar el pasaje en el que describe que la verga de Leregas “breve como un dedal al principio, pero después como impulsada por un viento titánico, cobraba la longura de un antebrazo de trabajador manual”. Y se me antoja por un minuto que ese antebrazo era el que sentía Desiré, y que por un instante carnal Otto se convertía en el personaje lezamiano.

Valdés nos demuestra, al mejor estilo habanero, que sus personajes, aun los más patéticos, sienten y padecen el sexo en caliente. Para la autora no existe eso que Carlos Montenegro describe en su novela como “templar en frío”. Ella quiere que a sus personajes les corrompan la carne a golpe de placer. No hay en su novela la resistencia a la corrupción carnal que nos plantea el erotismo virgiliano en “La carne de René”, sino una efusión de “apretadera”, de sexo donde se pueda, cuando se pueda, como se pueda. Un fiel reflejo de la única libertad que el castrante autoritarismo del comunismo le dejó a los cubanos.

Tras el sexo entre Desiré y Otto, vendrá el enamoramiento, y luego el amor, a pesar del inmenso obstáculo que representa la represión del régimen hacia dos amantes que, casi sin saberlo, son sus enemigos acérrimos, porque han decidido vivir en la acera ideológica opuesta, y por lo tanto no tienen acceso al privilegio de una vida juntos en la que sean libres de pensar, decidir y realizar sus vidas a su manera, y no a la manera que les imponen hasta en las cosas más sencillas, como el tipo de música cubana que pueden escuchar. El amor pleno al que Otto aspira a vivir con Desiré sólo tiene, entonces, una posibilidad: la fuga de la “maldita circunstancia del agua por todas partes”.

Pero el desenlace de esta hermosa, cruenta e inmensamente breve historia de amor, tendrá que descubrirlo por usted mismo a lo largo de un trayecto con un oleaje encrespado y majestuoso, que es parte de la gran tragedia de la nación cubana.

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